¿Deberían preocuparse los inversores por el impacto de sus inversiones?
Una pregunta sencilla con una respuesta obvia. ¡Por supuesto que deberían! Todas las inversiones tienen un impacto.
No es una lógica disruptiva. Las entidades financieras y los actores empresariales contribuyen directa e indirectamente a las condiciones de nuestros ecosistemas comunes. Como inversores a largo plazo, ¿cómo podría no preocuparnos la continua viabilidad de los emisores en los que invertimos o del entorno en el que operan? Si las empresas no tienen en cuenta la contribución de todas las partes implicadas —los empleados, los clientes, los proveedores, las comunidades y el medio ambiente— en la creación de valor económico, al final podrían perder su capacidad para operar y todos, los inversores incluidos, saldrán perdiendo.
La inversión sostenible: sencilla en teoría, confusa en la práctica
A menudo redunda en el interés de los inversores pensar en el impacto que tienen los emisores de valores sobre la sociedad y el medio ambiente. Esta constituye la base de la inversión sostenible y, en teoría, es de una simplicidad elegante. En la práctica, se ha convertido en un tema controvertido y polémico en torno al cual el mundo de la inversión se ha complicado la vida.
La política ha contribuido a ello. La inversión sostenible y, en particular, la consideración de las cuestiones ambientales, sociales y de gobierno corporativo (ASG), ha sido objeto de muchos debates políticos. Ahora bien, no podemos echar toda la culpa a los malentendidos políticos. La comunidad inversora no se ha quedado corta en añadir confusión al asunto.
Nuestro sector está repleto de una larguísima serie de relatos sobre las cuestiones ASG, la inversión de impacto, la sostenibilidad y otros conceptos relacionados. Estos relatos llevan en última instancia a la pregunta de si la sostenibilidad consiste en tomar unas mejores decisiones de inversión o conseguir un mundo mejor.
No parece haber una respuesta correcta o, al menos, una que sea completa.
Tal vez el motivo sea que estamos planteando las preguntas equivocadas. Los humanos pensamos de manera binaria. Es natural que tratemos de buscar maneras estructuradas y mensurables de abordar problemas complejos. Sin embargo, en mi experiencia, los problemas complejos exigen unas soluciones con matices. Resulta intrínsecamente difícil conciliar la creación de valor con la conservación medioambiental y social en un sistema económico que funciona en torno a las ganancias de los accionistas a corto plazo. Esto se debe, al menos en parte, a la preocupación excesiva de nuestro sector con los resultados financieros a corto plazo y la llamada «pacificación» del capital. No se tienen en cuenta las externalidades sociales y medioambientales que perjudican el mundo y la viabilidad económica a largo plazo de muchos modelos de negocio.
¿Y si, en cambio, concibiéramos la asignación del capital como una herramienta para promover un sistema que prioriza el bienestar financiero, al tiempo que trata de construir una prosperidad común y un planeta saludable?
Los retos que plantea el enfoque actual hacia la sostenibilidad
Queremos pensar que este objetivo no está fuera del alcance de nuestro cometido colectivo. El movimiento reciente en torno a la sostenibilidad se debe, por lo menos en parte, al reconocimiento de que debemos plantearnos las cosas con una lógica diferente. Pero antes de hacerlo, primero tenemos que reflexionar sobre los retos que presenta la manera en que abordamos actualmente la sostenibilidad.
El primero es la implementación. Para muchos, la sostenibilidad significa conjugar determinados valores de los inversores con unos objetivos financieros. A menudo, el resultado es una restricción del universo de inversión: solo se invierte en empresas «buenas» desde el punto de vista ASG y se excluye implacablemente a aquellas con las que tenemos objeciones. Esto es problemático por varios motivos, entre otros, porque hay una diferencia entre apartarte de algo en lo que no quieres participar y perseguir activamente el cambio. Este enfoque también puede inflar la medida en que se consigue un impacto, y corre el riesgo de que se equipare el impacto de la cartera con el verdadero cambio económico.
Por ejemplo, en los mercados cotizados, la gran mayoría de las empresas son distribuidoras netas de capital. Devuelven mucho más a través de dividendos y recompras de acciones que lo que captan a través de emisiones de capital. En el mercado secundario, salir de una empresa con altas emisiones para invertir en una de bajas emisiones puede ayudar a reducir la huella de carbono de una cartera y podría hacer que sea «coherente con nuestros valores» en un análisis de atribución, aunque no tiene ninguna incidencia en la reducción de las emisiones de CO2 pasadas, presentes o futuras del mundo real. Sin duda, la economía real tiene que dar el primer paso, y los datos de la cartera lo acabarán reflejando en consecuencia. No creemos que optimizar las emisiones de carbono de las carteras tenga ningún impacto en el mundo real.
Además, este planteamiento a menudo requiere algunas renuncias. Como inversores que deseamos obtener una rentabilidad financiera, ¿por qué diseñaríamos una estrategia que ignora algunos componentes cruciales del engranaje de inversión, como la competencia, la oferta y la demanda, la rentabilidad, la intensidad del capital y la valoración? Un fabricante de turbinas eólicas podría desempeñar un papel crucial en la transición energética, pero si las barreras de entrada son bajas o la valoración es muy cara, podría resultar ser una inversión desastrosa. Del mismo modo, si una empresa petrolera es lo bastante barata, independientemente de las perspectivas de la demanda de petróleo, podría ser una inversión excelente.
En cambio, si realmente quisiéramos tener un impacto en los mercados cotizados, la mejor estrategia podría ser crear una cartera con las empresas más contaminantes y luego promover el cambio, pero sospechamos que esto solo tendría un impacto moderado y una mala rentabilidad financiera y podría suscitar interrogantes habida cuenta del deber fiduciario del gestor de inversiones. Otra opción es que se podría tener un impacto positivo invirtiendo en empresas con un propósito social o medioambiental explícito, pero solo en el área de inversores providenciales o capital inversión en empresas en fase inicial, que necesitan constantemente capital nuevo para sobrevivir y prosperar.
El segundo reto que plantea el enfoque actual hacia la sostenibilidad respalda el primero: la mayoría de las cuestiones que estamos tratando de analizar son de carácter intangible y no pueden sintetizarse. Hay una plétora de estándares, parámetros, marcos y directrices existentes y emergentes cuyo fin es ayudarnos a medir los factores ASG. Pero ¿cómo puede tener sentido imponer unos modelos universales y predeterminados a la comunidad inversora para evaluar la sostenibilidad de cada inversión cuando una gran parte de ello no puede medirse?
Por ejemplo, medir la rotación del personal o la desigualdad en los salarios de una empresa podría darnos una indicación de su cultura corporativa, pero ¿presentaría un panorama completo de la experiencia de los empleados, proveedores y clientes? Por supuesto que no. Los factores intangibles, por definición, no son cuantificables.